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“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!”

HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS 2022

Olmedo, 10 de abril de 2022

Por Mons. Alfredo José Espinoza Mateus, sdb

Iniciamos hoy este “Misterio Pascual”, que es el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Estamos todos invitados a meternos en esta realidad, en este misterio, a vivirlo en profundidad y no a verlo desde afuera.

Hoy, en este Domingo de Ramos, hacemos presente la entrada de Jesús en Jerusalén. Una muchedumbre lo acompaña festivamente, es la primera palabra de hoy: FIESTA. Se extienden los mantos ante Él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: “¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!”.

Hay un gentío, hay fiesta, hay alabanza, bendición y paz. Se respira un clima de alegría, es que “Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo en la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de la misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma” (Francisco).

Este es Jesús. Este es su corazón, un corazón que siempre ha estado, y está, atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados, que no nos juzga, sino que nos perdona. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros.

Pudiéramos preguntarnos si nos sentimos mirados por ese amor del Señor, si sentimos en nuestras vidas su misericordia, si hemos llegado a descubrir ese corazón de Jesús, esa cercanía de Él. ¿Cuál es nuestra mirada sobre Jesús?

¿Cómo lo vemos? ¿Qué imagen tenemos de Él?

Al comenzar esta celebración, hemos repetido esta bella escena, llena de luz, luz del amor de Jesús, de su corazón, una escena de alegría y fiesta, hemos batido palmas, hemos alabado al Señor. Francisco nos dice: “También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida”.

Nos pudiéramos preguntar el por qué Jesús entra en Jerusalén. Hemos visto que entra aclamado como rey, Él no se opone, no hace callar a la multitud. Entra montado en un burro, no tiene corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército que es símbolo de fuera. Quien lo acoge, lo sabemos, es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; “…tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador” (Francisco).

No entra a Jerusalén para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, no, Él entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia el Profeta Isaías; entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero.

Los gritos de alabanza, de fiesta, de alegría, pronto, muy pronto, se convertirán en gritos de condena, gritos de muerte, gritos de crucifixión.

Aquí está la segunda palabra en este domingo: CRUZ. “Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según dios: su trono regio es el madero de la cruz” (Francisco).

Es el trono de Jesús, un trono distinto a los tronos de este mundo, un trono que es crueldad para los romanos, un trono de los criminales de su tiempo. Jesús toma sobre sí este trono. Nos podemos preguntar el por qué toma la cruz Jesús. Francisco nos responde: “Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios”.

Miremos nuestro mundo de hoy, ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, hoy la guerra de Rusia y Ucrania, en la que nuevamente podemos decir hemos perdido el sueño o ideal de la paz y seguimos haciendo nuestra la realidad de Caín que mata a su hermano. Muerte de inocentes, una ley en favor del aborto que querían hacerla pasar como un derecho, cuando no hay derecho a matar a nadie, peor aún a un inocente. Desempleo, miseria, pobreza, violencia familiar, femicidios, sicariatos, micro tráfico de drogas, violencia y muerte en las cárceles, sed de dinero, alcohol, y tantas situaciones de muerte que vemos a diario.

Me llamó la atención una pregunta que encontré en una reflexión: “¿Qué hace Dios en una cruz?”. Es que no cabe en la cabeza de que Dios esté en una cruz. Los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de Él y, riéndose le decían: “Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz”. Jesús no responde, su silencio es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.

Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz?...” (José Antonio Pagola).

Al iniciar este camino, este misterio, miremos al Crucificado, al mirarlo, veamos que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria, la tuya y la mía, le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. “Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo” (Pagola). Está en el Calvario de tu vida y de la mía, está en el Calvario de nuestro país.

Termino trayendo nuevamente las palabras del Papa Francisco: “En la cruz de Cristo entendemos plenamente el misterio de Cristo… la cruz es el misterio del amor de Dios”.

Gracias Jesús por no bajarte de la cruz, gracias por llevar a cuesta nuestras miserias y nuestros pecados, gracias porque desde tu cruz entendemos plenamente el amor de Dios, un Dios que da la vida para que tengamos vida. ASÍ SEA.