EL CANTO DE LA VIDA
Quito, 03 de abril de 2021
Lo que empezó 3 años antes en Galilea había llegado a su fin. El maestro detenido y juzgado, yace en un sepulcro. Sólo las mujeres se han quedado en Jerusalén, arrimadas en casa de algún conocido, o quizás incluso durmiendo en la calle. No habían podido enterrar a su muerto como es debido, no habían podido tocar con la delicadeza del adiós, una última vez, su cuerpo sin vida, esperaban el alba del domingo para perfumar su cuerpo. Escándalo que aún hoy sacude las conciencias, indigna la razón y destroza el corazón. Nadie tendría que morir sin el adiós de los suyos, nadie debería ser enterrado con un número remplazando su nombre. Imagen atroz, mil veces repetida durante este año de pandemia, prueba del fracaso de una civilización que se olvidó que lo que la hace grande no son ni los millones de dólares que se negocian en la bolsa, ni la cantidad de armamento que produce para sentirse a salvo. ¿De qué nos sirve todo eso cuándo en los hospitales ni siquiera hay un respirador para mantener con vida a mi padre, a mi madre, a mi abuelo, a mi hijo? ¿De qué me sirve todo eso cuando el hambre atraviesa ahora más que nunca los campos y las ciudades? ¿De qué me sirve todo eso cuando el daño ecológico, el de ahora y el de ayer, sigue destruyendo la vida en todas sus formas?
Y ahora ¿qué tenemos que esperar? ¿qué tenemos que hacer? ¿A dónde, a quién tenemos que volver nuestros ojos? Las mujeres iban de madrugada, no tenían respuestas, pero habían vencido el miedo y su amor las hizo testigos de la noche más importarte de la historia de la humanidad.
Los optimistas nos dicen que todo esto es una pesadilla que terminará pronto y que cuando nos demos cuenta esto será una anécdota de nuestras vidas, que pronto volverán las cosas a ser como antes. La fe cristiana en cambio me dice que nada debe ser igual, y que, si todo vuelve a la “normalidad” del antes, no honraremos como se debe a los que han muerto, y que no hay razón para dejar de llorar y de gritar. No, queridos hermanos y queridas hermanas, la Esperanza es otra cosa. Esperar es tener la convicción que sólo Dios da sentido a la historia, que sólo Él puede transformar sus páginas de dolor en el comienzo de algo realmente nuevo. No como un mago que pronuncia un hechizo, sino como quien al haber entrado en la historia humana, hizo del sepulcro abierto y vacío, el signo del triunfo de la vida sobre la muerte, toda muerte, la de hoy y la que hasta hace poco no queríamos ver. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, ni en el dolor, ni en la angustia, ni en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de tu vida. Hoy es tiempo de algo realmente nuevo!
Celebramos en esta noche la Resurrección del Señor. Si Cristo ha resucitado significa que los sufrimientos y las lágrimas de la humanidad no son vanos. El cuerpo del resucitado tiene las marcas de la pasión, las marcas del Amor. Las únicas que transcienden la muerte y que escriben la verdadera historia.
Lleva el canto de la vida a toda la humanidad, a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte y de odio, que terminen las guerras, las divisiones entre hermanos. Que nadie use el dolor y la necesidad de los demás para hacerse rico a causa del abuso de poder, de la corrupción, de la viveza criolla que miserablemente sigue siendo el reflejo de los mismos. Que nadie abuse del presente para querer instaurar nuevamente el odio y la venganza de ayer dónde el que pensaba diferente era ridiculizado e incluso eliminado. Que nadie se salte la fila sintiéndose con más derechos que aquellos que por su vulnerabilidad sea cual fuere necesitan de la ayuda prioritaria de todos …
Hermana, hermano, aunque la dureza de la vida te mueva a sepultar la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La vida es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Levántate, con Dios nada está perdido. Es tiempo de que la creatividad del amor venza la frialdad de nuestro egoísmo, como lo hacen quienes a riesgo de su propia vida luchan cada día contra esta pandemia: médicos, enfermeros y enfermeras, agricultores y campesinos, maestros, transportistas, policías y militares, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos y tantos otros.
Lleva el canto de la vida contigo, a los tuyos, a todos, porque Cristo, el Señor, ha resucitado. Amen.