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Llamado a la santidad

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN AGUSTÍN

Quito, 27 de agosto de 2021

Por Mons. Alfredo José Espinoza Mateus, sdb

Nunca, este Obispo que creció bajo la mirada de San Agustín en su parroquia, se hubiera imaginado el presidir una celebración en su Fiesta. Mamá compartió durante muchos años la celebración de tan grande santo y como bien saben, sus hermanos agustinos subían a mi casa y eran recibidos como miembros de familia.

Hoy comparto la Fiesta, y lo hago con mucho temor pues no soy experto en la profundidad del pensamiento agustiniano. Lo poco que puedo decir es, a partir del Evangelio de este día, un llamado a la santidad, a mantener encendidas nuestras lámparas y que nunca nos falte el aceite del amor y del servicio a los demás.

La vida de San Agustín es el testimonio fiel de que Dios llama, a su tiempo y a su momento. Es también un testimonio de que la respuesta del hombre no es inmediata, es una respuesta que se va dando y que en este darse, muchas veces se acaba el aceite y hay que salir a buscar. Agustín buscó incansablemente y pudo llenar su lámpara en su momento y desde ese momento, nunca más dejó de tener encendida su lámpara.

El gran santo decía: “Debes vaciarte de aquello con lo que estás lleno, para que puedas ser llenado de aquello de lo que estás vacío”. A la luz de esta frase, me pregunto y les pregunto a ustedes, queridos hermanos: ¿De qué debemos vaciarnos? ¿De qué estamos llenos? ¿De qué debemos llenarnos porque estamos vacíos?

Francisco afirma: “En el Evangelio podemos observar cómo las muchachas que no tenían aceite se fueron al pueblo a comprarlo. En el momento crucial de su vida, se dieron cuenta de que sus lámparas estaban vacías, de que les faltaba lo esencial para encontrar el camino de la auténtica alegría. Estaban solas y así quedaron, solas, fuera de la fiesta. Hay cosas, como bien saben, que no se improvisan y mucho menos se compran”.

Vaciar, llenar… dos palabras que considero claves en nuestro camino de vida cristiana, en nuestro camino de santidad. Dos palabras que Agustín hizo suyas. En un momento determinado de su vida, supo “vaciar” todo aquello que le había dado una aparente felicidad y supo “llenar” su existencia del profundo amor de Dios, el único que le dio sentido y felicidad.

En la vida de Agustín se hacen vida las palabras de Francisco: “Cada una mostró de qué había llenado su vida. ¿De qué están llenas nuestras lámparas? A nosotros nos puede pasar lo mismo que a las doncellas imprudentes que se quedaron fuera de la fiesta: En determinadas circunstancias nos damos cuenta con qué hemos llenado nuestra vida. ¡Qué importante es llenar nuestras vidas con ese aceite que permite encender nuestras lámparas en las múltiples situaciones de oscuridad y encontrar los caminos para salir adelante!”.

Respondámonos cada uno de nosotros hoy: ¿De qué están llenas nuestras lámparas? ¿De qué debemos vaciar nuestras lámparas? En la medida en que podamos responder a estas dos preguntas, en esa medida estaremos caminando o construyendo la santidad en nuestras vidas.

Tú, yo, todos nosotros, estamos llamados a la santidad. El Papa nos habla de la “santidad de la puerta de al lado”. Una expresión que nos hace pensar de que yo soy la puerta del que esta a lado mío, del que vive a mi lado, del que comparte mi vida, de mi compañero de trabajo o de mi hermano de comunidad.

Y Mónica fue “esa puerta de al lado” para Agustín. Ella estuvo allí, viviendo su vida de creyente, llena su lámpara de amor, de fe, de esperanza, de lágrimas y de oración por su esposo y por su hijo. Ella, pudiéramos decir, que más que madre, fue para Agustín la fuente de su cristianismo.

¿Qué podemos aprender de Santa Mónica? Creo que tres cosas concretas: a ORAR, a tener FE y a PERSEVERAR. Su camino de santidad, en su hogar, frente a la realidad de su esposo y de su hijo fue ese. Una santidad de oración, una santidad de profunda confianza en que Dios es el que actúa y cambia los corazones, una santidad perseverante.

Francisco insiste en la santidad de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios. Así define la santidad: “Reflejar a Dios”. Y Mónica reflejó a Dios en su hogar, aunque los otros no supieran verlo. Y nosotros, ¿Reflejamos a Dios con nuestra vida? ¿Reflejamos a Dios en medio de nuestras ocupaciones? ¿Reflejamos a Dios como religiosos y como sacerdotes? ¿Reflejo a Dios como Obispo? ¿Reflejamos a Dios o a quien reflejamos?

Debemos reflejar a Dios, que quien nos vea, vea a Dios, por eso Francisco afirma que le gusta “ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la iglesia militante…”

Termino recordando que la lámpara es el símbolo de la fe que ilumina nuestra vida, mientras que el aceite es el símbolo de la caridad que alimenta y hace fecunda y creíble la luz de la fe. Estamos llamados, en esta condición de estar listos para el encuentro con el Señor, no solo a tener fe, sino a una vida cristiana rica en amor y caridad hacia el prójimo. Si nos dejamos guiar por aquello que nos parece más cómodo, por la búsqueda de nuestros intereses, nuestra vida se vuelve estéril, incapaz de dar vida a los otros y no acumulamos ninguna reserva de aceite para la lámpara de nuestra fe; y ésta, la fe, se apagará en el momento de la venida del Señor o incluso antes.

Si en cambio, como nos dice Francisco, “…estamos vigilantes y buscamos hacer el bien, con gestos de amor, de compartir, de servicio al prójimo en dificultades, podemos estar tranquilos mientras esperamos la llegada del novio: el Señor podrá venir en cualquier momento, y tampoco el sueño de la muerte nos asusta, porque tenemos la reserva del aceite, acumulada con las obras buenas de cada día. La fe inspira a la caridad y la caridad custodia la fe”.

Que San Agustín, quien nos enseña a no amar a Dios por la recompensa, sea él nuestra única recompensa. ASÍ SEA.