“Queremos ver a Jesús”.
Quito, 21 de marzo de 2021
Con mucha alegría he venido a celebrar a esta Parroquia de “Jesús, Buen Pastor”, a compartir con ustedes la vida y el camino cuaresmal que estamos recorriendo.
Estamos terminando el camino de Cuaresma, el próximo domingo es Domingo de Ramos y entraremos a vivir de lleno el Misterio de la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor.
Nos podemos y debemos preguntar cómo hemos recorrido este camino. ¿Ha sido un camino que nos ha llevado a encontrarnos con Dios y con el hermano? ¿Ha sido un camino de transformación de nuestras vidas? ¿Hemos dado pasos de conversión o ha sido una Cuaresma más en nuestras vidas? Estamos a tiempo, Dios nos espera, Dios sale a esperarnos, es el Padre que quiere que volvamos a Él para acogernos con los brazos abiertos y con su corazón misericordioso.
El Evangelio de hoy nos presenta a un grupo de peregrinos griegos que llegan a celebrar la Pascua de los Judíos. Se acercan a Felipe con una petición: “Queremos ver a Jesús”. No es una curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien. Su intención es buena. ¿Y nosotros? ¿Queremos ver a Jesús? ¿Buscamos a Jesús? ¿Nos mueve el acercarnos a la persona de Jesús? O, somos de aquellos que nos quedamos atrás, que no buscamos al Señor, que creemos lo hemos encontrado, pero en el fondo nuestra vida está vacía. Esta Cuaresma debe ser eso, “una búsqueda de Jesús”, un “querer ver a Jesús”.
El Evangelio además nos presenta un gran desafío. Jesús nos dice: “Les aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
Pensemos en un grano o en una pequeña semilla, que cae en el terreno. Si permanece cerrado en sí mismo, no sucede nada; si en cambio se rompe, se abre, entonces da vida a una espiga, a un brote, después a una planta y la planta dará un fruto.
Así es nuestra vida. Esta es la idea de Jesús. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día fruto. ¿Nuestra vida da fruto? ¿Qué frutos damos? ¿Nos quedamos encima del terreno donde es imposible dar fruto o caemos en lo profundo de la tierra para romper y dar fruto?
Volvamos nuestra mirada a Jesús. El Papa Francisco nos dice: “Jesús ha llevado al mundo una esperanza nueva y lo ha hecho como la semilla: se ha hecho pequeño pequeño, como un grano de trigo; ha dejado su gloria celeste para venir entre nosotros: ha “caído en la tierra”. Pero todavía no es suficiente. Para dar fruto Jesús ha vivido el amor hasta el fondo, dejándose romper por la muerte como una semilla se deja romper bajo tierra”.
Y este vivir el amor hasta el extremo, que no es otra cosa que una muerte de cruz, es también el punto más alto del amor. En esta entrega total de amor podemos decir que “ha germinado la esperanza”.
Si alguien pregunta: ¿Cómo nace la esperanza?, nuestra respuesta debe ser: “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y de allí te llegará la esperanza que ya no desaparece, esa que dura hasta la vida eterna” (Francisco).
Jesús, al hablarnos de grano de trigo que cae, que muere y da fruto, nos deja entrever que su muerte, la muerte de cruz, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida. Al mismo tiempo, nos invita a cada uno de nosotros, cristianos hoy, a vivir según esta misma ley paradójica: para dar vida es necesario “morir”.
Es que no se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a “desvivirse” por los demás. Esto nos lleva a romper nuestro egoísmo, a dejar de pensar en nosotros mismos, a no colocarnos en el centro de todo, debemos saber, como nos pide Francisco, “descentrarnos” y aprender a poner en el centro de todo al hermano, de manera especial al más pobre y abandonado.
“Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el Reino de Dios y su justicia, si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y persecución que sufrió Jesús” (Pagola).
Vivimos en una “cultura del bienestar”, vivimos en un mundo de “indiferencias”. Pensamos solamente en nosotros mismos. Tenemos miedo a las “renuncias” y al sufrimiento. Buscamos todo lo que nos haga felices o nos dé placer. Y el “morir” por el otro, el “sacrificarse” por el otro, el “sufrir” por el otro, como que no entra en nuestro lenguaje. Y saber morir para dar vida es la máxima expresión de amor. Cristo nos señala ese camino y lo vive en carne propia.
Vamos caminando hacia la Pascua, debemos vivir a profundidad la Pascua, que es un paso, de la muerte a la vida. Francisco nos explica claramente cómo es la transformación que hace la Pascua: “Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto porque allí, en la cruz, ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús cada oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza, toda, sí, toda. La esperanza supera todo, porque nace del amor de Jesús que se ha hecho como el grano de trigo en la tierra y ha muerto para dar vida y de esa vida plena de amor viene la esperanza”.
Pongamos nuestra mirada en la cruz, en Cristo en la cruz, porque la cruz sin Cristo no existe. En la cruz está alguien, la cruz no es algo. Cristo en la cruz es la fuente de toda nuestra esperanza y será, deberá ser para todos, la fuente de esperanza ante el dolor y el sufrimiento. ASÍ SEA.