Skip to main content

“Señor mío y Dios mío”

HOMILÍA DEL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

Quito, 24 de abril de 2022

Por Mons. Alfredo José Espinoza Mateus, sdb

Vivimos la alegría del Señor Resucitado, es el gozo que nos envuelve y al mismo tiempo nos desafía a ser portadores de la Vida del Resucitado a los demás.

Y a este segundo domingo de Pascua se lo conoce también como el “Domingo de la Misericordia”.

El Evangelio de Juan que hemos proclamado termina diciendo: “Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos”. El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y ha hecho, es expresión de la misericordia del Padre.

Resulta significativo que el mismo evangelista diga que “no todo fue escrito”. Al respecto, Francisco nos dice: “El Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y a toda mujer de hoy”.

¿Estamos escribiendo con nuestra vida este Evangelio de la misericordia? ¿Cómo lo escribimos? ¿Qué significa o qué implica para nosotros ser autores hoy de este Evangelio de la misericordia? ¿A qué nos compromete? Son algunas de las muchas preguntas que nos pudiéramos hacer y que debemos responder, no con palabras, sino con el testimonio de nuestras vidas.

Escribimos este Evangelio de la misericordia siendo “profetas del amor misericordioso del Señor” y lo hacemos cuando realizamos las obras de misericordia corporales y espirituales, que como nos dice Francisco, “son el estilo de vida del cristiano”. Son gestos sencillos y fuertes al mismo tiempo, a veces hasta invisibles o en secreto. Cuando visitamos al enfermo, cuando alimentamos al que tiene hambre, cuando acogemos al forastero, lo hacemos “llevándoles la ternura y el consuelo de Dios”. Se sigue así, “aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados, da alegría y paz”.

Y es esta Misericordia de Dios la que experimenta el apóstol Tomás y la experimenta en un rostro concreto, el de Jesús Resucitado.

El Evangelio nos presenta a los apóstoles que se encontraban a “puertas cerradas” por miedo. Cristo, por amor, entra a través de las puertas cerradas y Él desea entrar también en cada uno de nosotros para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón (Francisco). No cerremos las puertas de nuestra vida al amor de Dios, a la misericordia de Dios.

Tomás, el pobre Tomás, todos le caen, pero, siempre me pregunto: ¿Qué hubiera hecho yo en ese caso? ¿No hubiera sido como Tomás, no hubiera dicho las mismas palabras?, es que todos somos un poco incrédulos.

Tomás no se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: “Hemos visto al Señor”; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del costado, sólo ahí creerá, “necesita pruebas”.

¿Cuál es la reacción de Jesús ante Tomás?: “La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera”. (Francisco).

Cuando Tomás toca las llagas de Jesús, descubre lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. “En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios… e hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: “Señor mío y Dios mío”… Allí se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús”.

Pero Tomás no es el único incrédulo, ni tampoco es el único que experimenta la Misericordia del Señor. Recordemos a Pedro, que cuando toca fondo encuentra la mirada de Jesús, una mirada de amor y de perdón, y Pedro llora. “Qué hermosa es esta mirada de Jesús, cuánta ternura… no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios” (Francisco)

También están los discípulos de Emaús, que van tristes, caminan sin esperanza. Pero Jesús no los abandona, recorre a su lado el camino. Es la misericordia de Dios que se acerca y es el corazón del hombre que se acerca a esa misericordia divina.

También estamos nosotros, tú y yo. Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado de Él. Nunca está lejos, nosotros nos alejamos, pero Él está cerca, Él viene a nosotros, dejémonos encontrar por su amor misericordioso, y como Tomás digamos: “Señor mío y Dios mío”.

Por último, Tomás tocas las heridas y las llagas de Cristo. Y nosotros hoy, ¿Tocamos esas llagas y heridas? No debemos dejar de tocarlas en las heridas y llagas de tantos hermanos pobres, abandonados, descartados.

La misericordia de Dios no queda lejos del que sufre, “…desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas”, nos dice el Papa Francisco.

Sintamos el llamado a ser “apóstoles de misericordia” del Señor, ello “significa tocar y acariciar sus llagas presentes también hoy en el cuerpo y en alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como “Señor y Dios”, como hizo el apóstol Tomás” (Francisco).

Hoy somos enviados, es la misión que se nos confía. Todos nosotros somos enviados a anunciar al mundo la Misericordia de Dios. ¿Estás dispuesto a ser portador de ese Evangelio? ¿Estás dispuesto a escribir ese Evangelio? “El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio” (Francisco).

Y hoy, queridos hermanos, termino de visitar toda mi Arquidiócesis de Quito. Ello para mí es un signo de la gran misericordia de Dios en mi vida. Son doscientas siete parroquias visitas. He llegado a todos los rincones, he portado la Buena Nueva de Cristo siendo cercano y fraterno. No termina aquí la misión, continuaré “gastando suelas” por los caminos quiteños y siendo ese “pescador de hombres” que es en el fondo, un “pescador de sueños”. ASÍ SEA.