Iglesia y Sociedad
La ancianidad, una etapa para seguir dando frutos
Mensaje del Papa Francisco para la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos, que se celebra este domingo, por la cercanía con la fiesta de san Joaquín y santa Ana, los “abuelos” de Jesús.
Querida hermana, querido hermano:
El versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos» (v. 15) es una buena noticia, un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al mundo con ocasión de la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores.
Esto va a contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de nosotros, ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro.
La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones.
Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”.
Pero, en realidad, una larga vida —así enseña la Escritura— es una bendición, y los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!
La ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, tampoco para nosotros que ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de la vida, pero no ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia [1].
Por eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual dirigirse. Por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, por otra, parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”.
El final de la actividad laboral y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos por los que hemos gastado muchas de nuestras energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso— parece que no nos deja alternativa y nos lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).
Pero el mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en las diferentes estaciones de la existencia— nos invita a seguir esperando. Al llegar la vejez y las canas, Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal. Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más (cf. vv. 14-20) y descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición!
Por ello, debemos vigilar sobre nosotros mismos y aprender a llevar una ancianidad activa también desde el punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia.
Y, junto a la relación con Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la familia, los hijos, los nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con la ayuda concreta y con la oración.
Todo esto nos ayudará a no sentirnos meros espectadores en el teatro del mundo, a no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos para reconocer la presencia del Señor [2], seremos como “verdes olivos en la casa de Dios” (cf. Sal 52,10), y podremos ser una bendición para quienes viven a nuestro lado.
La ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial de nosotros ancianos, de la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos hacen más humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de los ancianos hacia las nuevas generaciones» [3]. Es nuestro aporte a la revolución de la ternura [4], una revolución espiritual y pacífica a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser protagonistas.
El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el siglo pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles al hecho de que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia que amenazan a la familia humana y a nuestra casa común.
Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos.